jueves, 13 de marzo de 2014

En estas manos estamos

El timbre de una clase siempre tarda en sonar. Más tarda si se trata de la última hora; más aún si lo que se avecina es un puente con tres días de descanso; todavía más si estamos hablando de unos adolescentes con 16 jarras de testosterona en vena a los que repatea estar sentados durante seis horas acatando órdenes; incluso todavía más -si cabe- tratándose de una asignatura que todos aborrecen, aunque toman apuntes porque saben que habrá un examen y como lo suspendan, sus padres los dejarán sin paga semanal.
El profesor se desespera intentando calmar a las fieras que fijan su presa en el pomo de la puerta, un día más. Quedan “5 minutos” y algunos ya están en posición de ataque, prevenidos a la señal de vuelta a casa, al placer, a la desconexión. “Tía, como se alargue más el plasta este me voy a perder los Simpson”, dice una alumna sin uñas del hambre y de la espera. Los murmullos son incontrolables para ese profesor -o profesora- que habla de algo tan irrelevante como el significado de la vida, mientras dos jóvenes se cuentan qué planes tienen este fin de semana. Tras muchos sudores suena la campana. Sólo se escucha el griterío de los chavales aliviados y el terremoto formado por arrastrar las sillas. Lo que diga el profesor en ese momento no es importante: ya ha sonado el timbre.
     

Jueves 31 de octubre. Quedaban 61 días para acabar este frágil 2013 para la política española. Jesús Posada encendió el micrófono para dirigirse a los diputados y tratar el último punto del día, con la reforma de las pensiones como telón de fondo.
Sus señorías esperaban ansiosos el final de la sesión para poder irse de puente cuanto antes. Muchos de los diputados ya habían votado el punto cuando el presidente del Congreso de los Diputados, Posada, aún no había terminado de pronunciarse. Parece ser que tenían las cosas claras. No eran pocos los que habían recogido sus baratijas -iPads y esas cosas- antes del final de la jornada. Tampoco faltaban los que hablaban por whatsapp durante las intervenciones de sus compañeros. En estos últimos minutos, el traje apretaba tanto a los sentados en los pupitres de la derecha, como en los de la izquierda. Los del centro -si es que existen- intentaban no dar cabezadas para evitar ser cazados por la prensa fotográfica. Una diputada buscaba en el techo, curiosa, los disparos del fallido golpe militar como si fuera su primera vez. Los diputados no podían más, se revolvían en sus asientos hasta que por fin se abrió el último turno de votación. Sin saber siquiera los resultados, sus señorías salieron del hemiciclo como quien abandona una estación de metro: entre empujones y murmullo. Una estampida en toda regla. Carreras en los pasillos a gritos de: “¡¡tonto el último!!”. Los resultados balbucearon en la boca de Posada vestidos de una banalidad aplastante. Lo que dijese el presidente del Congreso en ese momento no importaba: ya había empezado el puente.
Veo poca diferencia entre los alumnos y los diputados. Muy poca.
Ignorando el espacio y el tiempo en el que ocurren, se dan situaciones muy parecidas: tiempo de espera, miradas inquietas, ansia, sudores fríos, egoísmo, falta de conciencia extrema, cansancio, ausencia de pasión… Hay un pequeño detalle, eso sí: los jóvenes alumnos, preparan su futuro y disfrutan del presente; los diputados deciden nuestro futuro y eligen nuestro presente. Me pregunto: ¿con qué cara se quedan la pareja de jubilados que ven esta desvergüenza? Si hacen esto delante de las cámaras, ¿qué broma hacen detrás de ellas? No quiero ni pensarlo.
Tampoco quiero generalizar, tal vez allá en la clase política personas que amen su oficio, pero este acto denota una total falta de vocación. Te obligan a replantearte algunas cosas. Para muchos, su cargo debe ser un mero trámite entre comida y comida. Unos irán porque no hay otro remedio, como el chaval que estudia obligado por sus padres. Otros irán por intereses ocultos y sospechosos, como el chaval que quiere la paga de sus padres a toda costa.
Los diputados se escudan en que los motivos de esta infame estampida fueron que perdían el último ave –había huelga de trenes- o el avión para disfrutar del puente. “¿Qué hay de malo en querer volver a casa después del trabajo? Llevamos días sin ver a nuestros hijos y familia”, comentó una diputada del PP. Con qué ojos la miraría el padre que trabaja como camionero durante una semana sin ver a sus hijos. O imagínate la incredulidad de una madre que limpia escaleras doce horas al día. Hay oficios que se rigen por una vocación inexplicable, otros se miden por su alta implicación en la sociedad. De ahí su importancia y trascendencia. Sería un grave error que una persona ocupara un cargo carente de pasión por el mismo y de conciencia de la realidad. ¿Acaso un peluquero deja el pelo de un cliente a medio cortar? ¿Acaso un bombero deja un edificio en llamas? ¿Acaso un piloto suelta los mandos en el aterrizaje? ¿Acaso un médico deja a su paciente en la camilla agonizando?
Me preocupa saber que en estas manos estamos.

Artículo publicado en Eboli News el 13 de noviembre de 2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario